SER O NO SER
Aunque odiaba el término narcisismo, nunca pudo liberarse de la costumbre de mirarse de manera casi compulsiva en los espejos, en los vidrios de los escaparates, en las aguas estancadas o, en cualquier superficie pulida que le devolviera su imagen. Por tiempo, dedicaba su interés a los conflictos mundiales, a los problemas del entorno, a lecturas más o menos sustanciosas, porque sentía un gran miedo de ser sólo una belleza plástica, pero eso le aburría mortalmente. No era lo suyo. Entonces volvía con pasión al artístico quehacer de los grandes arreglos florales, a llevar cuenta de los últimos escándalos de la prensa rosa, a la actualización de las técnicas del maquillaje; al yoga y los Pilates, al Tarot y otras artes adivinatorias; a la abundante información sexual; a descubrir cada día con mejor suerte los secretos de la comida gourmet; al diseño y confección de bisuterías y de aquella maravillosa ropa que le hizo tan popular entre amigas y amores. Pero, mientras hacía estas cosas, no dejó nunca la costumbre de mirarse con obsesión en las bandejas plateadas, en los tiestos de cerámica, en el lijado piso mientras se ejercitaba, y sonreía con orgullo para sus adentros. ¿Qué tenía de malo? Se preguntaba. Suponía que todas las mujeres, un poco más, un poco menos, hacían lo mismo. Y que todas, como ella, soñaban con la fama de la pantalla chica o grande y con ser el centro de los grandes escándalos de las revistas del corazón. Total, el mundo sería siempre el mismo. Este razonamiento le permitía sentarse sin remordimientos, como ahora, frente a su tocador, dignísima monarca en su trono, con el cuerpo y la cabeza envueltos en toallas de nítida blancura, llenando su aposento del olor delicadísimo de las sales de su reciente baño. Le era rico este momento. Un rito femenino tan viejo como la humanidad, que hacía sin prisa, en parte para lograr la perfección, en parte para disfrutarlo. Aplicaba la base por toda su cara de manera impecable, como una segunda piel, y difuminaba el rubor en sus mejillas con la maestría con que pintaban los renacentistas. En cuanto a las cejas, bastaba con peinarlas, tenían un definido color propio y una experta en depilación le había hecho arqueados perfectos. Jugaba con la paleta de colores de las sombras de los ojos y el resultado era siempre el mismo: impresionante. Igual la boca, de rosado fucsia. Sólo faltaban las negras rayas de los bordes inferiores de los ojos y un poco de rímel en las pestañas ¡listo! Allá en la cama le esperaban el vestido y los accesorios que había hecho con abalorios cuidadosamente elegidos; y en el suelo, las pandoras de tacones transparentes que tanto le gustaban. Al desenrollar la toalla de su cabeza, caía la catarata negra y brillante de su abundante cabellera que peinaba con esmero. Un poco de perfume y el rito casi culminaba. Se quitó la toalla que le rodeaba el cuerpo del que saltaron briosos, dos hermosos senos de rebeldes pezones. Mojó las puntas de sus índices cada vez y, sintiendo las leves cicatrices pasó perfume debajo de ellos, detrás de las orejas, en las coyunturas de los brazos, y en las muñecas. Se miró con detenimiento quién sabe cuánto tiempo, luego recordó perfumar también el ombligo y además….bueno… he ahí la cuestión… ese odioso e inoperante apéndice al que la bellísima Carola no termina de acostumbrarse.