HISTORIA VULGAR

HISTORIA  VULGAR
(Cuento)
No tengo otra forma de explicarlo como no sea: un profundo deseo de vivir.  Porque ya saben todos lo poco dada que he sido siempre a las fiestas y la dificultad que tengo de entablar conversación hasta con la gente conocida. Pero la noche era espléndida y la alegría de los demás tenía, aunque no sea lindo decirlo, el violento contagio de las epidemias,  Y me dejé llevar. Y me dí cuenta que bailaba mejor de lo que suponía y que me había vestido con acierto, como aseguraban los muchos piropos recibidos, muy especialmente el del joven que la prima Margaret me presentó en uno de los fugaces momentos en que se acercó a la mesa.  Y haré breve esta parte. Sólo les diré que ya conocen la secuencia: copas, bailes, besos y a la inversa y; finalmente, un salir afuera, a contemplar las estrellas ,que de tan fulgurantes esa noche, parecían recién lavadas.  Y no diré más, lo siento.  Por más  mentalidad de talk show  en que nos ha metido a todos la televisión  de nuestros días, soy de las que piensan que la discreción tiene una categoría inmutable que agrega  charming  a  la vida de una mujer, y que no todo se cuenta.  Pero ese no es el punto,  Lo realmente importante ahora, al menos para mí, es volver a esas horas en que le robé un poco de felicidad a la vida. En las que por un momento me sentí en lo alto de un balcón, con una gran corona en la cabeza y una banda, de no sé que, terciada en el pecho; moviendo lentamente, como un péndulo holgazán, mi  mano enguantada de blanco hasta el brazo.  Pudiera decirles que así me hizo sentir el acompañante, que por cierto, se desvivía por impresionarme.  Pero no; era yo, estoy segura. Eran mis inmensas ganas de olvidar la vulgaridad de  mi día a día.  De este levantarme y estar predestinada a trabajar sin opciones frente a la caja  registradora de una tienda y luego ir a la escuela nocturna y en regresando a la casa prepararlo todo para el nuevo día: lavar, cocinar, limpiar un poco, ver que los perros tengan agua y comida suficiente, hacer notas, sacar cuentas cuyo balance final ya pueden imaginarse. Y resolver, además, los dichosos imprevistos que se añaden a cada día. Todo eso; por supuesto, sino le daba uno de esos  severos ataques de asma a mi abuelo, o si a mi parapléjica madre no le cogía por hablar de su pasado de amada amante con su estropajosa voz, pobrecita, con su articular tan trabajoso y lento; porque en ese caso, como es natural, todo mi tiempo era para ellos.  A ver si me entienden. No es que quiera ser dramática, o que ustedes me vean como heroína  pero, a todo eso que les he contado agréguenle  las veces, cada vez más frecuentes, en que en mi barrio se va el agua o la luz o “ ambas a dos”  o que el descerebrado de mi vecino, me refiero al más próximo a la izquierda, escucha a niveles insoportables su invaluable colección de reguetones.  ¿Dar una vuelta?  ¿contemplar el cielo?  ¡ claro  que es relajante!  Lo sé, y hasta diría más: terapéutico, pero ya les he hablado del barrio en  que vivimos y  quedarte allí,  arrobada, con el cuerpo en la tierra pero el alma perdida anhelando cosmogonías,  es una franca invitación a ser asaltada o a que una bala perdida le dé por conocerte más íntimamente.  No, así no.   Prefería leer, en tanto me lo permitiera mi ya limitado tiempo y mis poco generosas circunstancias .     Y fue casualmente leyendo, sentada al borde de su cama, cuando me di cuenta, por la rara placidez con que dormía mi madre, que había emprendido un largo viaje .  Y no lo lamenté, aunque la despedí como debía, con amor y honores.  Últimamente se había deteriorado tanto que la vida se le volvió un suplicio y vi aquello como una liberación.  Aunque sí lo lamenté.  O no sé, no sé.   Lo que si puedo asegurar  es que el abuelo se recuperó rápidamente de este episodio y un día de esos, ante mi crudo asombro , con las mejillas sonrosadas, como el adolescente   casi octogenario   que era en ese momento, me dijo como pudo que  por fin había había encontrado el amor.  Y muchas otras cosas de las que sólo saqué en claro el suplicante afán de que yo no me opusiera.  Se trataba de la vecina, una vivaracha sesentona, de muy buen ver, que ante la muerte de mi madre, pasaba diariamente a conversar con mi abuelo, mientras yo permanecía en la calle.   Si fue un amor auténtico o la atrajo la vieja casona y su generoso huerto de feraz tierra negra, que tenía el abuelo en San Juan de la Maguana, no estoy yo para averiguarlo.   El que le haya hecho llevadera la pérdida de una hija, le devolviera a los reconfortantes días de  trovador de habaneras, y le diese la certeza de ser enterrado bajo el amado peso de su tierra, se me hizo suficiente para despedirlos con una gran sonrisa   cuando decidieron marcharse a nuestro pueblo.   Y  bueno, de vuelta a mí, no sé qué decirles.   Comenzaré usando un eufemismo: no  me fue tan bien.  Sumándose a los problemas que ya conocen, tenía de pronto  instalada  en casa, con todos sus ajuares, a una soledad  impúdica, que me trajo algún ligero tic nervioso de regalo y la costumbre casi maníaca de ir  constantemente al espejo  para descubrir in fraganti la última cana o arruga que asomase, cosa que ocurría cada vez con más frecuencia  y que yo pensaba que tomaría con más o menos  naturalidad a mis casi cuarenta años .  También se me dificultaba dormir.  Me pasaba las noches evaluando mis grises días de empleada, y por más que trataba no podía alejar de mí la desagradable sensación de ser parte de la carne que se echa a un inmenso molino, movido por poderosas y remotas manos que se enriquecían con mi arduo trabajo.   Más tarde, no sé exactamente cuándo, llegó el miedo. Y me dio con recordar la historia de Ignacia, la vecina de enfrente,  a la que hace algunos años le cedió estrepitósamente el delicado entramado de la cordura por los contundentes golpes de la soledad y la miseria y terminó convirtiéndose en el disfrute de los más jóvenes quienes morían de risa cuando ella les aseguraba que oía hablar en griego a sus alborotosas cotorras. Un idioma que probablemente nunca escuchó en sus días de isleña tropical.  Y aunque me queda la alegre visión de sus coloridas aves con su amarillo de oro, su verde de selva y  el agresivo rojo de los pimientos , desprendiéndose las plumas, con sus torvos picos, e insultándose en sus continuas riñas ,siempre me llega como en flashes  la imagen de una mujer, pese a todo hermosa, en medio de una avasallante suciedad, jugando con el mórbido material de sus heces. Y en pensamientos parecidos estaba cuando llegó la prima Margaret con su  terca alegría de primavera permanente; con su irrenunciable costumbre de  “no dar mente a nada”. Y debo haberla sorprendido, porque de siempre rechazar sus invitaciones  a estar  en la puerta antes de que terminara de hacerlo esta vez, debió notarse la diferencia.  Pero ya les dije: quería vivir y me fui con ella a la fiesta.  No me arrepiento de nada.  Aunque he llamado al joven aquel y nunca me responde, aunque estoy más sola en este rincón visible del infierno que es mi barrio; y además, más pobre; no sólo por los aciagos días de neoliberalismo; sino, porque debí “renunciar” al trabajo. Ya saben, si pides algunos permisos, no eres necesaria, y últimamente la salud me falla con frecuencia, aunque momentáneamente.  A pesar de todo, repito, he apostado a la ilegal felicidad de la prima Margaret, y sólo me preocupa que nombre pondré a la criatura  que  a estas horas debe estar chupándose los  minúsculos dedos o jugando con cualquier parte de su cuerpo en estas, mis maduras entrañas.  A quién  jamás atacaré en su primera casa, ni en otra.  A quién  nunca negaré el derecho a entrar a este cómico y más que surrealista  valle de lágrimas. ¿Me entienden?
Fania   9/7/08