Divorcio



DIVORCIO

Les juro que si alguien me hubiese dicho ayer que me iba a separar de Estela, habría sufrido muchísimo, porque la amaba. Pero resulta que aquello que ayer era inadmisible para mí, hoy es una dolorosa marca en mi corazón que acepto con resignación y cierto alivio. Es que llegamos al punto en el que hay que terminar, y desde la primera vez, cualquier relación: la agresión física. Han quedado  ahora en nuestros cuerpos marcas de ello. No estoy orgulloso de eso. Dios sabe que no; es más, me duele, pero ayer se le fue la mano, y en cuestiones de segundos olvidé mi promesa de tolerar sus locuras y  la forma tan avasalladora en que se ha ido haciendo dueña de mi vida.  Si creen  ustedes que no ejercí mi derecho a la protesta, se equivocan. Una que otra vez lo hice, no hay duda, pero no sé qué tiene esta mujer.  Me habla tan dulce, me acaricia  Y… bueno, el caso es que no sé cómo, pero terminaba siempre como un manso perro echado a sus pies. Ahora, de que yo tengo una buena parte de la culpa, aunque me duela, tengo que admitirlo.  Debí  haberle marcado los límites desde el principio, haberle dado a entender  muy claramente que los demás  tienen una cosa que se llama dignidad y que en muchos, como yo, es una condición irrenunciable.  Así habría evitado acumular  esas pequeñas dosis de rencor, difíciles de reconocer en su momento hasta por uno mismo, y hoy  no estaría pasando por esta dura pena de llevar una vida  sin tenerla a mi lado, pero recordándola en todo lo que miro o pienso.  Visto con objetividad, la verdadera culpable fue la vecina, que la fue introduciendo en ideas muy raras que terminaron metiéndonos en una atmósfera  irrespirable. Y esto no es un eufemismo.  Al sonido de un gong, que de por sí ya me ponía nervioso, Estela quemaba cualquier cantidad de una materia para mí desconocida que terminaba llenando la casa de un humo irritante que me provocaba asma, al tiempo que recitaba interminables letanías en un extraño idioma. Para cuando me querían ayudar, ya no podía dolerme más el pecho de tanto toser y, por  lo menos una vez, terminé enchumbado de mi propia orina, ante todo el mundo. Diría cualquiera que esto se podía arreglar con mi salida en el momento de los cultos. Pero no era solo eso. Se fueron desarrollando en ella actitudes que ya no pude soportar.  De pronto se hizo dueña de mis horarios, determinó que sería yo vegetariano y  ayunaría por lo menos dos veces por semana, y hasta que ropa  me pondría, aun sabiendo  que no aprobaba sus gustos. ¡Qué le importaba! Al final, ya ni podía celebrar tertulias con mis amigos porque le molestaba “la bulla” en sus largas sesiones de oraciones silentes. De aquí fue donde vino el gran problema; cuando quiso convertir la casa en un templo, y hacerme a mí un feligrés especial. Demasiado. Por eso, cuando acercó su mano a mi frente para santiguarme la mordí hasta sangrar  y vociferé con todas las fuerzas de mis pulmones, para que  alguna vez me oyeran todos  y supieran que estaba harto. Cuando la vi tirada ahí, a lo mejor desmayada, necesité todo el aire de la calle. Entonces, eché a correr sin rumbo, con el rabo levantado, sintiendo que la brisa me rozaba agradablemente la cara.   

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Divorcio by Fania J. Herrera is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional License.
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3 comentarios:

suedehead dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
suedehead dijo...

Disculpa la franqueza y el coloquialismo, pero te pasas de bacana! que emocionante es leerte!

Fania Herrera dijo...

No importa el lenguaje,¡¡Gracias por leerme!!

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